Reencontrarse con buenos amigos del pasado tiene un poder especial. De algún modo por unos momentos esa situación te descoloca y te mantiene inestable en tu presente. Dejas de ser tú, para volver a ser aquel adolescente o aquella joven de una época diferente en una realidad ahora muy distinta. Y es curiosa esa sensación.
De pronto aquellas caras tienen ciertas arrugas, señales inequívocas de que han vivido una vida entre aquella época y la actual. Con suerte, una buena vida, o tal vez, con algún que otro contratiempo que se deja entrever en su expresión. Se te agolpan los recuerdos y no das a basto para ordenarlos y poder compartirlos con coherencia. Mientras conversas no eres consciente de que han pasado 20 años o más y de que hay momentos que has congelado en el tiempo. Son esos momentos de vida, los que calaron hondo en ti y te devuelven a un pasado feliz en un presente feliz. No sabemos qué parte de nuestro cerebro escoge esos momentos y los congela para devolvérnoslos con tanta fuerza en el reencuentro. Es tanta la energía que desprenden que parecen nuestro presente y nos transportan a aquella época invadiéndonos de una sensación de felicidad extrema. Con la propia conversación vuelves a la realidad y aprecias si cabe aún más aquella vida que tuviste y que te hace ser quien eres.
Son esos momentos congelados en el tiempo los que dan sentido único e intransferible a nuestra vida.